¿Qué escribo cuando escribo?

  • Fidencio Aguilar Víquez
.

Le cuento, amable lector, lectora, que tenía contemplado platicarle sobre una antología de discursos políticos (Sáenz, 2011) que recorren casi toda la historia escrita de occidente. Comencé leyendo del final hacia el inicio, discursos interesantes que por momentos, como señala el subtítulo de la mencionada antología, parecen haber marcado “la historia de México y el mundo”.

Los discursos que llamaron mi atención fueron: uno de Julio María Sanguinetti, el expresidentes de Uruguay, pronunciado en Pachuca, Hidalgo, en el 2002, sobre la necesidad de usar no sólo la eficiencia y la competencia, sino sobre todo la razón en los asuntos políticos, y de que las jóvenes generaciones se inmiscuyan en la cosa pública; otro de Tony Blair, el exprimer ministro inglés, dictado en el 98 en el parlamento de Irlanda que plantea el problema de la paz como asunto político; otro del exministro español José Bono sobre cómo en la política sólo la libertad alimenta el alma; dos discursos de dos escritores, ambos premio Nobel de literatura, García Márquez y Octavio Paz, uno sobre la soledad y la incomprensibilidad de América, pronunciado en el 82 en Estocolmo con motivo de la entrega de dicho premio, y el otro dictado en el 81, el de Paz, cuando éste recibió el Premio Cervantes. Justamente, hay que aprender decía Paz a sonreír con Cervantes, con su ironía, con el espíritu de aventura y libertad. Y el otro discurso es el de Alexandr Solzhenitsyn dictado en la Universidad de Harvard en el 78, sobre el mundo escindido y, lo que casi me conmociona, cómo en occidente lo primero que se ha abandonado en casi todo es el coraje por la vida: como todo se ha reducido al imperio de las leyes, las personas se han limitado a no meterse en problemas con ellas, pero petrificando su creatividad y su estatura humana.

Ese era mi propósito inicial, pero las teclas de mi computadora me fueron llevando por otros senderos. Como dice el poema “Mientras escribo” de Octavio Paz: Alguien escribe en mí, mueve mi mano,/escoge una palabra, se detiene,/duda entre el mar azul y el monte verde (Paz, 2006: 72).

Entonces se me impuso a mi mente la imagen del cadáver de un amigo recién fallecido, Justino Torreblanca. Me recordó mi fragilidad, mi finitud y me evocó que, algún día, como él, yo estaría ahí, en un ataúd luego de pasar por el trance solitario y único de la muerte. Desde niño, en los velorios, cuando me ha sido posible, he procurado mirar el cadáver del difunto; a mi tío Marcos, hermano de mi papá, lo vi desde su agonía, cómo se iba apagando y su cuerpo quedando inerte y sin vida. A mis papás no los vi en el momento de la muerte, pero también miré sus cadáveres; a mi mamá, ahí, tendida en medio de cuatro cirios; y a mi papá, el rostro cadavérico de su cuerpo diciéndome que ya no se encontraba él ahí.

Es una experiencia dura pero humanamente muy enriquecedora y que no sólo nos recuerda quiénes somos sino que nos impone una ley única: todos somos iguales ante ella, todos, algún día, moriremos de forma irremediable. Y, cuando menos en mi caso, me dice que la muerte nos acompaña permanentemente, así como la vida, y que nos puede asaltar en cualquier momento. O bien, por el contrario, se anuncia de manera pomposa con los síntomas inequívocos de la enfermedad irremediable. Y sea por asalto o por notificación, se encuentra ahí esperando el momento, su momento. A veces esa experiencia es tan enriquecedora que, como san Francisco, puede alguien llamarla hermana muerte, cuando, igual que ella, es uno mismo el que la espera y hasta la anhela.

La muerte, empero, no sólo nos plantea la pregunta por el más allá, cuyas respuestas sólo cabe imaginar, suponer o creer fervientemente. Casi inmediatamente, como me ocurrió al ver el cadáver de mi amigo, también uno recuerda y entra en el jardín de la memoria. Justamente, recuerda uno los momentos vividos, tristes o alegres, como sean, pero que estaban signados por la presencia del ahora ausente.

Coincidí con Justino en la prepa de la UPAEP, no sólo en las clases sino, sobre todo, en el trato con los jóvenes bachilleres; no es fácil acompañarlos y, más bien, es una tarea ardua la formación del intelecto, la voluntad y hasta los instintos. Como titular de algunos grupos de jóvenes, debió haber tenido esa experiencia de humanidad que sólo en los problemas es visible.

Quizá por esa experiencia tenía ese toque tranquilo, despreocupado, bonachón, de quien sabe cómo están las cosas y cómo se pueden solucionar. También esa era su actitud cuando volvimos a coincidir en la práctica del judo y de las artes marciales. Luego, el tiempo hizo que cada uno tomara otros senderos y nos volvimos a ver, bueno, lo volví a ver, cuando ya se había marchado. Y ese cariz es el que también me vino a la mente cuando vi su cadáver: la vida, la otra vida, la vida sobre esta vida, como ocurre también en esta, nos volverá a reunir. Y acaso también volveré a ver esa característica suya de tranquilidad y de despreocupación que sólo la brinda quien distingue lo que es superficial de lo que es verdaderamente importante.

Ahora bien, por curioso que pueda parecer, la contemplación de un cadáver también nos recuerda que la vida tiene que seguir su marcha, que tenemos que caminar en el espacio y en el tiempo, que esta vida contiene también su valor, su sentido, su cauce, su importancia, su dinámica, sus necesidades. Quizá por eso mismo, posterior al sepelio, algunos amigos nos encontramos para festejar el cumpleaños de dos de ellos, igualmente muy queridos y con quienes he compartido parte de mi historia personal y familiar.

Queso, pan y vino fueron los elementos de arranque; luego la guitarra, el pandero, el canto y la poesía, pusieron en el ambiente el sentimiento de que la vida, como la muerte, forman parte de nuestra existencia como hombres y como mujeres.

Esto es lo que escribo cuando escribo y a veces sin saber necesariamente a quién, como continúa el poema de Paz: “no escribe a nadie, a nadie llama,/ a sí mismo se escribe, en sí se olvida,/ y se rescata, y vuelve a ser yo mismo.” (Idem).

Referencias bibliográficas:

Paz, Octavio (2006): Obras completas, 11. Obra poética I (1935-1970), edición del autor, Círculo de lectores / Fondo de Cultura Económica, 1a. ed. Barcelona, 1996; 2a. ed. México, 1997, 4a. reimp. 2006, 588pp.

Sáenz, Liébano (Compilador) (2011): Antología universal del discurso político. Los discursos que marcaron la historia de México y el mundo, Tomo II, Sanborns, México, pp. 609-1341.

Opinion para Interiores: 

Anteriores

Fidencio Aguilar Víquez

Es Doctor en Filosofía por la Universidad Panamericana. Autor de numerosos artículos especializados y periodísticos, así como de varios libros. Actualmente colabora en el Centro de Investigación Social Avanzada (CISAV).