Contra el historicismo político

  • Fidencio Aguilar Víquez
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-Hobbes y la guerra de todos contra todos-

Este comentario es a la clase del 4 de febrero de 1976 de Michel Foucault compilada en Defender la sociedad (Buenos Aires, FCE, 2008, pp. 85-109). La idea general es que Hobbes, con su tesis del Leviatán, logró formular por primera vez un argumento sólido contra el historicismo político, ese planteamiento que veía en la conquista de unos sobre otros el origen del derecho y, por tanto, el fundamento del estado y del derecho.

Ese historicismo político planteaba, bajo diversos argumentos pero tomando como referencia la situación de Inglaterra del siglo XI al XVI y mitad del XVII, es decir, la supuesta dominación Normanda sobre la isla. Las tesis eran, una, por derecho de conquista, el rey Guillermo, normando, adquiría la legitimidad para gobernar a Inglaterra. Este argumento era el de los nobles, beneficiarios de dicha dominación (obviamente lo legítimo no era la dominación, sino la conquista). El otro argumento era el de los parlamentarios que, reconociendo la legitimidad del rey vencedor, señalaban, sin embargo, que tal legitimidad estaba fundada sobre el derecho previo consuetudinario de los ingleses y que se perdía en la medida en que no se respetaba. Y un tercer argumento (el de los Levelers y los Diggers), cuando planteaban un derecho previo al derecho impuesto por los normandos, llegaban al mismo cuestionamiento sobre el derecho de los ingleses; en otros términos, en el origen del derecho mismo estaba la imposición de una dominación, por tanto, había que evitarla a toda costa y no había otra manera que establecer una suerte de comunismo donde no hubiera clases que se opusieran entre sí.

A mí me llamó la atención, más que la alusión histórica de Inglaterra, que tiene de suyo su propia relevancia, la filosofía política misma del creador del Leviatán y esa guerra de todos contra todos como el origen de la política y el reconocimiento del sistema binario en todo conformado político. Mejor dicho, de la prevalencia del contrato y de la soberanía como los principios de la sociedad y del derecho.

Los dos puntos a esclarecer que propone Foucault son estos: por un lado, el origen mismo del estado a partir del estado previo de guerra de todos contra todos; por el otro, cómo una vez establecido el estado, permanecían los intersticios del estado de guerra como una forma de hacer política. En otras palabras, cuando menos desde mi perspectiva, esa tesis de Maquiavelo de que el político ha de tener esas dos características, la fuerza del león y la astucia del zorro, traducidas en Hobbes sería la capacidad del político es estar alerta todo el tiempo para mostrar el estado de guerra: su capacidad de establecerla y, sobre todo, de hacer creer a sus adversarios de que puede llevarla a cabo. O sea, no la guerra en sí misma (sangre y muerte de facto) sino su representación, su capacidad de convencer a su adversario de que puede hacerla y de infundirle el suficiente temor para que éste no la haga.

Ahora bien, sobre el estado de guerra y lo que éste sea, explica Foucault que no se trata de un estado salvaje en estado puro: no es la lucha desigual del fuerte contra el débil, pues en una lucha desigual no queda otra que el sometimiento del débil sin ninguna condición. No; el estado de guerra se da a pequeña escala, mejor dicho, con una lucha igual (por así decirlo) entre el fuerte que teme, en algún momento, perder su fuerza y su poder ante el débil (por astucia de éste o por la alianza que pueda establecer con los demás débiles hasta lograr la suficiente fuerza y derrotar al fuerte), y el débil que cree que puede, en algún momento, acumular la suficiente fuerza para arrebatarle el poder al fuerte.

¿Pero qué es exactamente ese estado de guerra? Hasta el débil sabe –o cree, en todo caso- que no está lejos de ser tan fuerte como su vecino. Por lo tanto, no a renunciar a la guerra. Pero el más fuerte –bueno, el que es un poco más fuerte que los demás- sabe que, pese a todo, puede ser más débil que el otro, sobre todo si éste utiliza la astucia, la sorpresa, la alianza, etcétera. (Foucault, 2008: 89).

Se trata, como se puede apreciar, no sólo del origen del estado, sino de la forma de hacer política mediante una suerte de diplomacia donde los adversarios simulan, representan y/o quieren hacer creer a los otros que están dispuestos a hacer la guerra de ser necesario, que tienen las armas suficientes para vencer y que, más vale, no arriesgarse; por tanto, fundan la política y el hacer político sobre el temor más acuciante: la guerra.

Y es lo que ocurre de facto en la política misma, una relación de fuerzas entre adversarios, donde se da y se manifiesta un juego de fuerzas reales o creídas como reales:

¿de qué está hecha esa relación de fuerza? Del juego entre tres series de elementos. En primer lugar, representaciones calculadas: yo me imagino la fuerza del otro, me imagino que el otro se imagina mi fuerza, etcétera. Segundo, manifestaciones enfáticas y notorias de voluntad: uno pone de relieve que quiere la guerra y muestra que no renuncia a ella. Tercero, por último, se utilizan tácticas de intimidación entrecruzadas: temo tanto hacer la guerra que sólo estaría tranquilo si tú la temieras al menos tanto como yo e, incluso, en la medida de lo posible, un poco más. (Foucault, 2008: 89).

Por tanto, esa guerra de todos contra todos que dio origen al estado, no se suprime del todo, permanece sobre todo en los resquicios, en las fisuras, en los espacios que dejan las leyes y el orden jurídico. Con lenguaje de Hannah Arendt, es el caos de lo diverso, de lo extraño, de lo otro, o sea, la política, lo público como aquello de lo cual no se dispone (contrario a lo familiar: aquello de lo que se dispone, lo propio, cuya manifestación clara es la propiedad).

¿No es esa la forma contemporánea de hacer política, es decir, el manejo del temor, la maniobra del premio, la tranquilidad (al menos supuestamente), y del castigo, el temor latente? “Hay representaciones, manifestaciones, signos, expresiones enfáticas, astutas, mentirosas; hay señuelos, voluntades que se disfrazan de lo contrario, inquietudes que se camuflan de certidumbre.” (Ídem).

Desde luego, Hobbes lo planteó porque vivió la realidad de la guerra civil y veía que ésta sólo podía vencerse si, en vez de plantear la legitimidad sobre la base de la conquista lo hacía sobre el fundamento del temor natural, del miedo y, sobre todo, de una voluntad de establecer un contrato en que se da al soberano la propia voluntad para que éste garantice la paz y el orden.

De este modo, el problema de la conquista queda disuelto, a priori, por la noción de guerra de todos contra todos y, a posteriori, por la voluntad, incluso jurídicamente valedera, de esos vencidos atemorizados en la noche de la batalla. Creo, por lo tanto, que bien puede parecer que Hobbes escandaliza. En realidad, tranquiliza: emite siempre el discurso del contrato y la soberanía, es decir, el discurso del Estado. (Foucault, 2008: 95).

Más adelante, y para reforzar su perspectiva del conflicto binario, de los unos contra los otros, Foucault citará a John Warr y su tesis de que las leyes no se plantean para limitar al poder, sino para volverse sus instrumentos, es decir, “herramientas para velar por ciertos intereses” (Foucault, 2008: 105).

Así pues, desde tales perspectivas, la política es la guerra de todos contra todos, donde la ley, el poder y el gobierno la llevan a cabo. O bien, la idea de que ningún tipo de poder escapa al análisis “de las relaciones de dominación de unos sobre los otros.” (Foucault, 2008: 107).

A mi modo de ver, el mérito de Hobbes, y de la explicación de Foucault en esa clase, es justamente de develarnos lo que la política es a partir de Maquiavelo: las leyes para su consecución, ejercicio, manutención e incremento, sin duda, la vertiente moderna del análisis político y del origen de la teoría política moderna.

Falta, desde luego, la otra vertiente de la racionalidad política, aquella que ve en la política justamente el abandono de la ley de la selva y del garrote, aquella que ve en el político la capacidad de dialogar en función de argumentos racionales y de la razón misma para buscar senderos de justicia y de bien común. Digamos que falta la vena clásica que va de Platón y Aristóteles hasta Hegel y los contemporáneos, que han buscado en la tarea de lo político la necesidad de hacer razonable no sólo el discurso sino la construcción misma de la polis donde los individuos se hagan ciudadanos: seres libres que gestionan el mejor bien común a que puede aspirar un sujeto humano, o sea, la cultura para realizar su humanidad en compañía de los demás. Este discurso de racionalidad es necesario incluso para disfrazar la lucha por el poder.

En otras palabras, ni siquiera la lucha por el poder puede prescindir de una suerte de justificación racional; o sea, que el político, en vez de ser un león y un zorro, sea un dialogador, capaz de deponer el garrote para plantear argumentos de razón y, sobre esa base, construir el edificio de la justicia y del derecho. No se trata, desde luego, de un divorcio entre razón y poder, sino de eslabonarlos adecuada y equilibradamente.

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Fidencio Aguilar Víquez

Es Doctor en Filosofía por la Universidad Panamericana. Autor de numerosos artículos especializados y periodísticos, así como de varios libros. Actualmente colabora en el Centro de Investigación Social Avanzada (CISAV).