Sociedad civil y Estado autoritario

  • Aquiles Córdova Morán
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Hegel dice que la sociedad humana ha transitado por tres etapas fundamentales: la sociedad natural, cuyo elemento básico es la familia en sentido lato, pues el concepto abarca otras agrupaciones basadas en relaciones de consanguinidad como el clan, la fratria y la tribu; la sociedad civil o burguesa (el sinónimo es de Hegel), en que los hombres viven y conviven básicamente como vendedores y compradores, y de ahí el papel vital del mercado; y, finalmente, la sociedad política o Estado, en la cual el ser humano pasa de simple individuo a ciudadano, un ente con libertad personal y con derechos políticos, que le permiten intervenir en la res publica. Hegel concebía esto como un progreso continuo, como un proceso evolutivo en que cada nueva etapa es “superior” a la precedente y, además, su superación dialéctica en el sentido hegeliano del concepto, esto es: lo nuevo no sustituye a lo periclitado simplemente barriéndolo del escenario para ocupar su lugar, sino que nace de él, se construye a partir de los elementos y de la experiencia aprovechables de él y conserva en su seno, por lo tanto, todo lo positivo y merecedor de rescate, desechando sólo lo inservible y obsoleto. La nueva forma articula y refuncionaliza lo heredado como un engranaje de la nueva máquina, lo que implica que, si bien la nueva etapa no es un relevo “mecánico” de la precedente, sí la sustituye de modo completo y total, asumiendo sus funciones útiles y necesarias a la sociedad. La visión de Hegel no es mecanicista pero sí excluyente: en la forma nueva no queda espacio para la sobrevivencia, ni menos para la acción de la forma anterior.

De aquí surge la concepción y la justificación teórica del estado autoritario, e incluso de los estados totalitarios. En efecto, modernamente se piensa que el Estado puede y debe concentrar todas las funciones que antaño desempeñaba por su cuenta la sociedad como un todo, o sus partes integrantes, según sus intereses. Y no sólo eso; se piensa, además, que el Estado es la mejor herramienta para responder a todas las necesidades, carencias, deseos, ambiciones, propósitos, metas, etc., del ciudadano común y corriente, por lo que éste no necesita otro derecho que el de elegir cuidadosa y democráticamente a quienes habrán de gobernarlo. Para que el Estado pueda cumplir su difícil y compleja tarea, le es indispensable el monopolio de toda acción política que incida en la vida, la libertad y el bienestar del ciudadano, y también el monopolio del manejo del tesoro público, de la fuerza física (armada y sin armas), del derecho a calificar de modo inapelable el comportamiento del ciudadano y de repartir premios y castigos según el caso, para la cual debe tener el dominio pleno de todo el aparato de justicia y represivo, incluidas las cárceles.

Fue Gramsci el primero que, partiendo de la evidente división de la sociedad en clases con intereses divergentes, e incluso antagónicos, puso de relieve el peligro que encierra la concepción hegeliana del Estado monolítico y monopólico del quehacer político, y el primero que dijo que la realidad no se somete al modelo, sino que permite y alienta la existencia viva y actuante de la sociedad civil en el seno mismo del Estado, con el fin de limitar y acotar el terrible poder del Leviatán, que dijo Hobbes. Gramsci se daba cuenta que, a todo el poder que por ley detenta el Estado, había que añadir sin falta la influencia y el poder del capital y el papel de la prensa, de los ahora llamados medios masivos de comunicación que, dígase lo que se diga, forman un todo con el Estado y la clase del dinero y, entre los tres, un monstruo muy superior al reseñado por Hobbes. Poca fortuna, como era de esperarse, ha tenido la concepción de Gramsci frente a la visión totalitaria de Hegel y seguidores modernos. En México y en el mundo, la democracia, que en origen y en esencia no es nunca sólo el derecho al sufragio sino el ejercicio democrático del poder, esto es, la participación real y efectiva del demos en todas las decisiones que le afectan y en la conducción de la sociedad como un todo, está reducida a una caricatura del ejercicio electoral. Por eso, hasta los gobernantes con mayor olfato político, sentido humano y ética personal, acaban comportándose como dictadores frente a la masa a la cual atropellan, niegan sus derechos legítimos y criminalizan, insultan y reprimen a través de los medios o de la ley, probando así lo correcto y necesario de la visión de Gramsci.

En México, los señores gobernadores actúan, con raras y honrosas excepciones, como verdaderos reyezuelos, o, quizá mejor, como señores feudales que no toleran intromisión alguna en sus feudos, ni siquiera del gobierno federal. Ahí está, como prueba irrefutable de esto, la actitud del Dr. Eruviel Ávila Villegas, del Estado de México, que no sólo niega y combate el derecho de sus ciudadanos a tener un empleo digno y honrado, creado por su propio esfuerzo, sino que permite el uso del terrorismo verbal (mediático, telefónico y por otras vías clandestinas), la violencia física contra bienes y personas y el asesinato de los “rebeldes” y de sus líderes. ¡Paradoja de paradojas!: en un estado gobernado por un Doctor en Derecho, se permite que la política se gangsterice cada día más, comenzando por el lenguaje brutal y soez de sus protegidos y acabando por balaceras contra oficinas públicas y el asesinato a mansalva de los trabajadores y sus dirigentes, mientras la “justicia” ronca en sus oficinas. Ahí está también el caso de Nayarit. Dos meses llevan en plantón los pobrísimos indígenas nayaritas organizados con Antorcha, solicitando cosas que de tan elementales parecerían ridículas, y nadie de ese gobierno se ha dignado, siquiera, darles una explicación atenta de la brutal negativa a sus peticiones. La “respuesta” la da la prensa: cada tanto aparecen ataques contra el dirigente antorchista, el compañero Héctor Hugo Villegas, insultándolo, ridiculizándolo y calumniándolo. No hace tanto que un señor reportero se refirió a él como un ¡hijo de su…! (las admiraciones son del original). ¿Qué sigue?

Para terminar, cito el caso del diputado Higinio Martínez quien, en un evento del ayuntamiento de Texcoco, hizo un llamado histérico a los gobiernos estatal y federal para que expulsen de sus viviendas a los modestos habitantes del predio “El Pimiango” (de su legítima propiedad, como reconoce el diputado al decir que el anterior gobierno mexiquense “lo compró y se los regaló”), porque “el municipio de Texcoco no tiene la fuerza pública suficiente” para hacerlo (es decir, que sólo por eso no ha caído la piqueta sobre esa pobre gente y su modesto patrimonio; pero ¡Guay del día en que Higinio Martínez haga realidad su sueño de ser gobernador¡ ¡No quedará un antorchista en Texcoco ni para exhibirlo en un zoológico¡). Y amagó: “la autoridad y él estarán al pendiente de que los <<antorchos>> pretendan perforar un pozo de agua… o conectarse al drenaje de la comunidad… porque nadie, ni el pueblo, ni las autoridades auxiliares del lugar (Cuautlalpan) y menos las autoridades municipales darán permiso alguno…” Con otras palabras: Higinio y “las autoridades texcocanas”, ante su poca fuerza represiva, optan por  negar el acceso al agua potable a un grupo de mexicanos, por sus pistolas y con el único fin de rendirlos por la sed y obligarlos a abandonar sus viviendas. ¿Cuándo se les ocurrirá sitiarlos para impedirles el abasto y rendirlos por hambre? ¿Qué es, pues, el Ayuntamiento de Texcoco? ¿Un feudo, una satrapía, un califato? Nada; es un “gobierno democrático” a la usanza perredista. Y cuando las autoridades federales (la Secretaría de Gobernación en concreto) se lavan las manos alegando la “autonomía de estados y municipios”, refuerzan y dan la razón a estos señores feudales de horca y cuchillo y dejan sin esperanza ni protección alguna al pobrerío. ¿A quién se acogerá el pueblo?

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Aquiles Córdova Morán
Ingeniero agrónomo por la Escuela Nacional de Agricultura, que ayudó a transformar en la Universidad Chapingo. Trabajó en: Instituto Nacional del Café y Secretaría de Agricultura y Ganadería. Funda el Movimiento Antorchista