Metamorfosis

  • Alejandra Fonseca
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“¡Voy a hacer lo que quiero en la vida, nunca lo hice, ahora me toca!”, dijo sin tentarse el corazón, ni tampoco medir los decibles que se transmitían por el audífono.

Crecimos juntas pero separadas: es decir, sus papás eran amigos de mis padres. Y nos conocíamos por las múltiples actividades conjuntas que las familias realizaban entre semana y fines de semana desde que éramos niñas. Pero no éramos amigas.

Ella siempre fue el modelo a seguir de lo que se nos enseñaba: educada, estudiosa, formal en su vestimenta y calzado, jovial pero seria. Bien portada, modosita y discreta. Religiosa y pía. Toda una dama para hacer un buen matrimonio. Es decir, seguía todas las normas de la sociedad poblana de finales del siglo pasado.

En lo único que se permitía romper el canon era su peinado, y algunos colores de tintes con los que se teñía el cabello, pero no más. De hecho se caso con un “buen muchacho”, Por todas las leyes que nuestro círculo social imponía. Y tuvo hijos de manera casi inmediata para cumplir con las reglas de darle nietos a los abuelos.

Era absoluta y totalmente improbable que una chava con esas características fuera mi amiga, cuando yo rompí, desde mi niñez, todo lo que fuera norma, regla, canon, criterios, patones y demás. Con la gran diferencia, de que yo no me peinaba (portaba el cabello salvaje, largo y chino, a la ‘despeiné’ como decía mi tío Serafo Balcázar), tampoco me teñía el cabello y menos de imitación guacamaya. Mi locura estaba en la vida y dentro de mí cabeza, no en los cabellos y por fuera.

Nos caíamos mal. Tengo que decirlo. Nuestros estilos de vida y expectativas eran opuestas. No chocábamos porque ella no quería. Evitaba todo roce aunque yo estaba lista para brincarle al ring. Pero nunca sucedió. Y no era respeto, era falta de oportunidad, y evasión.

Pero la vida da de vueltas y una nunca sabe cómo puede terminar. En algún festejo la vi y la percibí muy diferente. Enviudó, sus hijos ya son adultos jóvenes y su “perfecta” familia ascendente, se disolvió. En esa ocasión platicamos y llamó mi atención su trato agradable, ligero, libre, desparpajado. Su metamorfosis fue espectacular. Y mi curiosidad más, por lo que la llamé.

En esa llamada gritó y se siguió como hilo de media: “¡Voy a hacer lo que quiero en la vida, nunca lo hice, ahora me toca! Hoy vivo con mochila a la espalda. ¡Nunca me había quedado a dormir a casa de una amiga porque me ganara la noche! Ya desmantelé casa. No sé dónde me voy a ir a vivir, pero no me importa, tenía que cerrar el ciclo de mi familia original, mi matrimonio y mi viudez, ser mamá. Les dejé la casa a mis hijos, ¡que hagan de ella lo que quieran junto con muebles y todo! ¡¡Sólo saqué mi ropa y aquí ando!! ¡Siempre quise vivir así!”

“Eres una mujer valiente, --le dije--, te felicito por tu decisión para ser feliz a tu manera”. Pero sus palabras me golpearon: viví haciendo lo que quise toda mi vida. Desde niña. Nunca fui el ejemplo a seguir, todo lo contrario, pero nunca me importó. Y sin embargo, muchas, ¡muchas! (o quizá todas las que fueron mis contemporáneas) querían vivir como yo, deseaban con el alma sentirse libres para hacer lo que les daba su regalada gana. Fui la pionera de las “niñas bien” que rompió cánones, escandalosamente. Era otra Puebla y no pude evitar, al escuchar sus palabras, sentirme antigua. Llevo toda mi vida siendo así. Hice lo que quise, ¿ahora qué? ¿Para dónde metamorfosearme y que el cambio valga la pena? ¿Qué transformación tengo que hacer para sentirme viva y feliz y salir de este esquema que para mí ya es anquilosado?

 

alefonse@hotmail.com

  

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Alejandra Fonseca
Psicóloga, filósofa y luchadora social, egresada de la UDLAP y BUAP. Colaboradora en varias administraciones en el ayuntamiento de Puebla en causas sociales. Autora del espacio Entre panes