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#DiadelosMuertos, a la vera del camino…un extraño rito

  • José Alberto Vázquez Benítez
A menos de cien metros de distancia comenzó el frenado en firme a fin de pasar a vuelta de rueda, esquivando a la gente
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Íbamos con rumbo a Puerto Escondido. Mike conducía la ambulancia, la Dra. Robinson, junto a mi en el asiento delantero no daban aún las diez de la mañana y el sol comenzaba arder sobre el camino, que, semidesierto nos permitía marchar a buen paso. El grupo de personas que comenzamos a ver pareció crecer conforme nos acercábamos a ellos. Mike comprendió que debía reducir la [j1] velocidad hasta casi detenerse totalmente y evitar arrollar al medio centenar o más de personas que se agrupaban a la orilla de la carretera.

A menos de cien metros de distancia comenzó el frenado en firme a fin de pasar a vuelta de rueda, esquivando a la gente. Evidentemente algo había ocurrido en el camino. Un accidente de seguro.

La ambulancia avanzó lentamente, estabamos pasado al grupo. Mike se disponía a acelerar otra vez, cuando de pronto, todos caímos en cuenta que; viajábamos en una ambulancia con los emblemas de la Cruz Roja en las portezuelas; que de nosotros, dos era éramos médicos de profesión y de alguna manera en servicio. Si se trataba de un accidente, nuestro deber era detenernos.

Mike dio marcha atrás, deteniéndose muy cerca del núcleo de personas, evidentemente se trataba de un accidente. De inmediato me dispuse a bajar de la cabina de la ambulancia. Emily Robinson sin decir palabra, con una señal asintió que yo debía bajar. Mí conocimiento del español seria mas útil,  aunque sí se trataba de una persona herida; los servicios de Emily por ser  traumatóloga serian mejor recibidos. Estaba por cerrar la puerta cuando Emily dijo:

  • Recuerda que si está muerto, además de que no podemos hacer nada, no podemos levantarme. 

De las personas que rodeaban al lesionado, todas se dieron cuenta de que veníamos en una ambulancia y que al bajar yo – un médico- me disponía a examinar al lesionado. Nadie hizo el menor movimiento para permitir que me acercase. Al contrario. El círculo que formaban pareció estrecharse más.

Empujando con los codos y sin decir palabra, logré abrirme paso. No eran 50, el grupo pasaba de los cien y conforme penetraba en él, los cuerpos parecían estrecharse más, hasta que estuve al centro del semi- óvalo que rodeaba a un cuerpo que yacía al borde de la carretera: medio cuerpo sobre el pavimento y el resto en el acotamiento, tinto en sangre ya coagulada que formaba charco al derredor de la cabeza del lesionado.

El brillante halo de sangre coagulada de su cabeza comenzaba a atraer enormes hormigas que se acercaban.

La cara del caído dirigida hacía arriba, tratando de ver el sol que sus congéneres le ocultaban. El cuerpo extendido a lo largo; la mano una de ellas – no importa cual – extendida como continuación del brazo paralela y aferrada al cuerpo. El brazo opuesto pasaba flexionado por sobre la cabeza. Fue este el brazo que tomé buscando la región de la muñeca para tomarle el pulso; cuando palpé el cuerpo frío y ya sin pulso, quise traer el brazo hacía delante para colocarle en posición más piadosa, o quizá, simplemente más humana, menos cadavérica; ponerle las manos sobre el pecho, pero la rigidez me impidió mover siquiera la extremidad. Él tenía más tiempo de fallecido del que yo pudiera imaginar.

Al inclinarme sobre dell encontré sus ojos abiertos que querían mirar al sol, seguros de que ya no le harían daño, seguros de que podían mirar fijo al más allá sin  parpadear siquiera. Una delgada película de opacidad cubría los globos oculares y con esfuerzo logré cerrar los párpados, pero, tardé más en cerrarlos que ellos por la tirantez de los músculos, en abrirse de nuevo. Y, él volvió a mirar a lo alto buscando el sol. Levanté la vista, buscando también  y encontré muchos rostros que estaban más cerca esta vez y que miraban con curiosidad lo que él buscaba, lo que ellos también buscaban y que él ya había encontrado: la muerte.

Todo fue tan repentino y yo tenía cerca de dos meses de no haber tenido ningún encuentro con quien está siempre tan cerca de la práctica médica. Pronto acepté la realidad que no me permitió reflexionar, simplemente comprender que él se había encontrado con la que sería ya para siempre su única compañía. 

Pensé que en otros lugares como en mi México, alguien, un poco más civilizados o quizá menos complicados, alguien, siguiendo otros ritos, usos o costumbre tradicionales; después del tiempo transcurrido, hubiesen cubierto aquel cuerpo y de seguro, no faltarían algunas flores y un par de veladoras encendidas. Pero aquí no había nada; solos él y la muerte, rodeados por un grupo de curiosos ausentes. No sé exactamente que fue lo que tomé: una camisa o un simple trozo de tela que alguien cerca de mí sostenía,  y cubrí su cara para cumplir con el ritual, y parte del torso, seguro de que al marcharme: sería descubierto de nuevo para que ellos pudieran continuar mirándole.

No con menos trabajo que al acercarme, logré abrir paso para retirarme. Al hacerlo alcancé a ver los hierros retorcidos con algo con forma de bicicleta a la vez que me pareció escuchar que alguien dijo: - Ya avisamos a la autoridad.

Caminé rumbo a la blanca ambulancia.

De pie, junto a la portezuela Emily fumaba un cigarrillo, al verme llegar preguntó en el lenguaje internacional de la jerga hospitalaria y médica; levantando la mano que tenía libre con el puño cerrado y el pulgar extendido apuntando hacía arriba. Me interrogó con la mirada y al encontrar la respuesta en mi silencio; giró bruscamente el puño, apuntando hacía abajo. Respondí con la misma seña.

  • Vamos – Dijo subiendo y yo tras de ella. Mike pasó en marcha el motor con la caja de cambios en primera y aceleró.

Cuando la vacilante aguja del velocímetro marcó 15 millas cambió rápidamente a segunda y aceleró.  Nos dirigíamos a Puerto Escondido. ●

Nota ● En la Rada del Rio Sinú en la costa noreste de Colombia,


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