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19S: Retratos del día siguiente en Chietla/Primera Parte

  • Sergio Mastretta / Mundo Nuestro
Encuentro en esa frase el inicio del día después. La reconstrucción que sigue. Y en estas voces la conciencia de que este es un pueblo con una historia larga, que merece contarse
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Escuchar con calma las voces del día siguiente en Chietla. Mirar sus retratos. Tratar de entender las dificultades que se enfrentan en la reconstrucción del mundo rural quebrado por el terremoto del martes 19 de septiembre.

Recorrer sus calles. Reconocer a sus sobrevivientes. Por fortuna todos, algo inexplicable por la magnitud de los destrozos ocurridos en su caserío. “Estamos vivos, lo demás poco importa”.

Encuentro en esa frase el inicio del día después. La reconstrucción que sigue. Y en estas voces la conciencia de que este es un pueblo con una historia larga, que merece contarse.

La encuentro con su mantón floreado, en tela de paliacate verde, que la cubre por entero. La abrazo. Su espalda está húmeda en la recámara fresca. Poco le importa. Apenas me ve. Apenas murmura una palabra que el polvo desvanece. Recoge del ropero su ropa en montones que arroja en un costal. Y salva a un niño dios que tiene cien años y que le regaló una tía. Y no halla a cuál de todas sus muñecas de porcelana guardar, ¿dónde?, si todo está revuelto, si su casa se le vino encima, si la vida entera está en el suelo, entre las piedras, como si el polvo grueso que lo cubre todo fuera el tiempo pasado caído en un instante, y nadie habitara en años esta casa que ayer antes de la 1.14 era el territorio pleno de vida de una mujer de 75 años de edad.

“No tengo cabeza –alcanza a decir--. Estoy temblando, y ya me tomé mis pastillas, porque soy hipertensa… Pero es que tengo que recoger, no puedo dejar esto así, pero por dónde empiezo…”

Es Teresa Balbuena, de los Balbuenas de Chietla, hija de Jesús Balbuena Valero y Elvira Sánchez Aguilar, rancheros en tierra de hacendados y acasillados que le hablaron de tú a tú a los zapatistas y que sobrevivieron la guerra y al agrarismo y a los sicarios del gringo Jenkins allá en Atzala y aquí en Chietla. Su hermano Gilberto Valbuena es el Obispo Emérito de Colima --escribe su apellido con V, y bien a bien nadie sabe por qué--, hoy ya retirado en la ciudad de Puebla, y tiene su casa en esta misma calle Porfirio Díaz, enfrente de la de su hermana; y Fidel, el hermano mayor que le escribía a ella de niña las cartas a los reyes y volaba de niño de lado a lado del atrio colgado de la cuerda del campanario como todos los niños que en los años cuarenta crecieron en este pueblo caliente, mi amigo de Radio Matamoros fallecido hace unos años, pionero de la radiodifusión en Izúcar de Matamoros. Son muchos los Balbuenas en Chietla. Doña Tere es una de ellas. La adivino altiva en su vecindario, en sus setenta y cinco años ocultos en el cabello crespo, bien cuidado el tinte, peinado con esmero, como si no tuviera la carga de su casa revuelta por una fuerza insensible a todo historia, a todo recuerdo, a todo aviso de pasado que se expone en las vitrinas con su cristalería, sus porcelanas, sus floreritos.

No. No hay pasado aquí, a pesar del esmero puntilloso de Teresa. Ayer el pasado se vino abajo y dejó a la memoria dislocada entre las piedras. Ya no lo encuentro en la habitación principal que por una puerta estrecha da a la calle. A la derecha el comedor, con su consola y sus vitrinas, con sus ocho sillas con respaldos de terciopelo bordado, con su espejo dorado que expone el desastre como si de una pantalla de televisión se tratara, con sus juegos de tasas en dorado, en plata, en rojo, en floridas vistas de pájaros y campos y filigrana. A la izquierda la sala, el librero, las fotos de sus viejos, de su pueblo. Un retrato sumido en la soledad de una mujer atrapada en el movimiento brutal de la tierra que atasca la puerta y que la deja en un grito segado por el pedrerío que destroza las recámaras interiores. A Teresa vinieron a sacarla los vecinos, cuando tuvieron tiempo de escuchar sus gritos.

Teresa no deja de moverse. Poco caso hace de su sobrino que le brinda sus manos y la de dos peones que esperan en la calle a la indicación de su patrón. Ella busca sus valores, y pasa de una sombrilla a los alhajeros, del niño dios a sus camisones, de la muñeca que deposita con cariño en la mesa a la vista del halcón disecado que extiende sus alas seguido por un angelito que también quiere aprovechar los alerones de yeso para escapar de ese sinsentido, todo atropellado en bolsas de plástico, en costales, en maletas sobrevivientes. Cuánto ha guardado Teresa en sus años convertidos en un minuto en polvo. Cuánto ha quedado en la recámara al fondo, una tercera habitación que los pedregones han destruido con la insolencia intrusa del desvarío de la tierra. Ya no se ve la cama pero el teléfono ha sobrevivido en el buró junto al despatarrado ropero.

Miro todo esto para no pensar en los paredones rotos, en las piedras de río expuestas entre la tierra negra que por decenas de años han sostenido la vida de Teresa Balbuena.

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