La última apuesta de Meade

Roberto Rock

Una tras otra, las estrategias de la campaña presidencial de José Antonio Meade han muerto antes de nacer o derivado en resultados marginales, si se les contrasta con las cifras de intenciones de voto reflejadas en las encuestas.

Tras la salida de Enrique Ochoa como dirigente del PRI, este mes quedó sellada la determinación de confiar el futuro de la causa de Meade y el legado político de la administración Peña Nieto al voto duro del partido oficial y al margen de maniobra que puedan lograr sus gobiernos, incluidas sus 12 gubernaturas.

Se trata de una apuesta subordinada a la nomenklatura priísta, pero muy riesgosa ante la caída en picada en las votaciones obtenidas por el Institucional y sus aliados, particularmente desde 2016.

Adicionalmente, la campaña del oficialismo viró en el criterio sobre quién debía ser el objetivo central de sus críticas. De estar centrado en Ricardo Anaya, con el fallido propósito de desplazarlo del segundo lugar en las encuestas, ahora se dirige a Andrés Manuel López Obrador, el candidato puntero.

Meade, que ya no deja de lucir en sus eventos públicos un chaleco rojo, distintivo del PRI, en el que nunca ha militado, debió desechar por el camino ideas de sus colaboradores más cercanos para tomar distancia de un gobierno y un partido que muchos ligan con corrupción y con incapacidad ante la violencia.

“Conmigo no habrá Casas Blancas”, planteaba, casi gritaba, una propuesta de discurso y un modelo de spot para medios que en más de una ocasión fue sopesado por los coordinadores de la campaña, de acuerdo con datos confiados a este espacio. La idea provenía de figuras cercanas al candidato, las cuales comenzaron a reunirse con él desde el verano de 2017, cuando la postulación era apenas una probabilidad.

Ese posicionamiento para una ruptura que nunca ocurrió, hubiera abierto una grieta frente a la historia detonada a finales de 2014 en torno una residencia en Las Lomas de Chapultepec. En un polémico mensaje televisivo, la señora Angélica Rivera, esposa del presidente Peña Nieto, confirmó ser la propietaria y estar cubriendo altos pagos a su constructor, Armando Hinojosa, contratista del gobierno. El episodio generó un agravio social todavía vigente.

Todo eso quedó atrás, para dar paso a la nueva estrategia de Meade, descrita por sus estrategas como una estrecha alianza con el priísmo, que buscará el llamado voto duro del Institucional. Existe un claro riesgo de que en tal plataforma la campaña de Meade no encuentre un puntal decisorio, sino su mayor debilidad.

Informes sólidos como el Reporte Electoral 2017, elaborado por la consultora Integralia, que encabeza Luis Carlos Ugalde, detalla que en los procesos electorales celebrados entre 2015 y 2017 el PRI perdió cerca de 3 millones de votos si se compara con los obtenidos en las elecciones previas respectivas.

Tan sólo en los comicios estatales de 2016, cuando se hallaba a cargo de Manlio Fabio Beltrones (acaso el cuadro político más emblemático de su generación), el Institucional obtuvo 1.3 millones de votos menos que en el proceso anterior correspondiente. Esto representó una merma de 28% en sufragios.

En los comicios también estatales de 2017, bajo el mando de Enrique Ochoa, emisario del sector tecnocrático del gobierno, el PRI ganó dos de tres gubernaturas en disputa, entre ellas la muy estratégica del Estado de México. Pero el número de sufragios logrados fue en total 33% menor a los registrados en los comicios previos correspondientes; 30% por abajo en lo que toca a la entidad mexiquense, siempre según el citado documento.

Este panorama se refleja en el llamado voto duro o piso electoral de todos los partidos, y en particular del PRI. Estudios en la materia estiman que el Institucional podría concurrir a las urnas con una votación mínima de aproximadamente 8.5 millones de sufragios; se trata de los ciudadanos que siempre votan por ese partido, sea quien sea su candidato.

El problema es que tal cifra equivale a sólo 13.5% de los votos, en caso de confirmarse el 65%-70% de participación que se espera en las urnas. Es por ello quien habrá de recibir un caudal de entre 21 y 19 millones de votos (cifra similar a la lograda en 2012 por Peña Nieto. Para soñar con ganar, Meade precisará al menos el doble de los votos que el priísmo puede garantizarle. La diferencia sólo puede provenir de los indecisos y simpatizantes de otros partidos.

De persistir, la apuesta final de José Antonio Meade configurará un escenario bajo el que podrá argumentar que atendió los reclamos de la clase política priísta para ir del brazo hasta el final, compartiendo los méritos de un vuelco positivo, o las culpas del fracaso.